Liao Mei rompió su
habitual silencio. Hasta entonces había pensado que su nivel de español era básico,
pero aquel día me sorprendió la manera en que comenzaron a brotar de sus labios
adjetivos, verbos, sustantivos y preposiciones para expresarme su tristeza.
Días antes la había
notado cabizbaja, distraída y ausente. Su de por sí esbelta figura había
perdido en las últimas semanas algunos kilos. Empezó a enfermar, pensé que los
nervios por su próximo enlace matrimonial le estaban haciendo una mala jugada.
Con los ojos llorosos,
Liao me confesó que su corazón seguía latiendo por Liu Song, un gran amor que
meses atrás había fallecido, y con el que había hablado de boda.
Su pérdida fue
profunda, pero en China las veinteañeras no tienen tiempo para pensar demasiado
las cosas, sobre todo cuando se trata de conseguir marido, porque “después se
hacen viejas y ya nadie las quiere”, como ellas mismas lo dicen.
Aunque Liao negaba sus
sentimientos, su cuerpo gritaba dolor a través de los achaques. No era lo único
que la ponía triste por aquellos días. Tras la muerte de su enamorado, su
relación con la madre de éste se había fortalecido, Liao la visitaba para darle
fortaleza y la señora llegó a considerarla como una hija.
Para evitar lastimar a
la que hubiera sido su suegra, Liao nunca le comentó que había iniciado noviazgo
con Wang Muyi, a los dos meses de enterrar a Liu Song. Ni mucho menos que se
había ido a vivir con él ni que la boda estaba próxima.
A la culpa y tristeza de
Liao se agregó la frustración de saber que sólo en los cuentos de hadas las
princesas se casan y son felices para siempre.
Cuando todavía no había planes
de boda, Liao se fue a vivir a la casa de los padres de Wang Muyi, donde
comenzó a enfrentarse con la realidad. Sobre todo porque su enamorado, como
muchos chicos en China, se comportaba como un niño que tiene que obedecer a sus
padres.
Durante los meses
previos a la boda, Liao tuvo también que acatar las órdenes de los futuros suegros.
En
China, el “sí, acepto” abarca a toda la familia. Los padres de la pareja se
convierten en los tuyos y les debes el mismo respeto y obediencia que a tus padres.
Aunque sabía que así lo marcaba la tradición, a Liao esto no le gustaba.
Como tampoco le agradaba
tener que enseñar a su prometido el arte del placer sexual, pues a sus 24 años,
Wang era virgen. Así que tenía que ser paciente con las eyaculaciones precoces
que su chico tenía en cada sesión.
A diferencia de otras
chinas, que experimentan su primera relación sexual con su esposo, Liao Mei ya
había disfrutado de ciertos placeres, lo que se reflejaba en la sonrisa que la acompañó hasta antes de casarse.
Originaria del sur de
China, Liao Mei vino a Beijing a estudiar con la intención de, al terminar su
carrera universitaria, conseguir un empleo que le permitiera quedarse en la
capital.
Antes de irse a vivir
con Wang, Liao vivía en una pequeña habitación en donde sólo cabía una cama y
un pequeño mueble para guardar la ropa.
En Beijing, la renta y venta de bienes
inmuebles alcanzan precios muy altos, así que Liao no podía darse muchos lujos. Tan sólo por este reducido espacio pagaba mil 600 yuanes de los casi 3 mil que
ganaba al mes.
Por eso, cuando Liao me
compartió que se había ido a vivir a la casa de los padres de Wang, pensé que
era en parte para ahorrarse la renta.
Los chinos son pragmáticos en el
matrimonio, que no es más que un requisito que deben de cumplir y un intercambio de
intereses.
Liao Mei entregaba
juventud, belleza, un vientre fértil y obediencia a sus suegros, y a cambio obtenía una vida cómoda, casa y un marido beijinés, lo que a su vez le permitiría residir en la capital china, algo que pocas familias y empleados pueden
conseguir cuando emigran de sus provincias a la ciudad, debido a la
sobrepoblación.
El dolor de Liao por haber
perdido un gran amor, su cuerpo enfermo y su frustrada vida de pareja no eran
nada comparado con lo que logró: estar casada antes de los 30 años, uno de los retos sociales más importantes en la
vida de una china.
Me era difícil
entender a Liao Mei. Un mes antes de la boda, al ver que avanzaba en la dirección
contraria a la que realmente quería ir, como oveja rumbo al matadero, le
aconsejé tontamente: “No te cases, no hagas algo de lo que te arrepientas,
cancela la boda”. Me miró con ojos de “No entiendes nada” y replicó “No puedo”.
A partir de entonces, la actitud de Liao cambió hacia mí. Cuando la volví a ver
le pregunté cómo se sentía y sólo obtuve un “bien” como respuesta.
Sólo días después, al
sentir su alejamiento, caí en la cuenta de que habíamos tenido lo que muchos
llaman “un choque cultural”, que puso punto final a la complicidad que nuestra
amistad había alcanzado.
No volví a insistir en el tema, creo que Liao no
quería más tormentos ni verse cuestionada en una decisión que ya había tomado. Todavía recuerdo cuando me miró como diciendo “No entiendes nada”.
Y sí, no estaba
entendiendo, porque mi cultura latina, llena de sentimientos, emociones y
romanticismo, me había enseñado que al altar se llega con los pies en la
tierra, pero con el corazón enamorado.
Estaba en China y tenía que enseñar a mis
ojos a mirar de otra manera. Quizá Liao Mei sólo esperaba de mí comprensión en
una cultura que no les brinda muchas opciones a sus mujeres.
Y es que, con todo
y su tristeza, Liao estaba cumpliendo con lo que sus padres, la sociedad y todo
un sistema demandaban de ella.
Poco después recibí la
invitación para su boda. El día del enlace, Liao Mei lucía preciosa. Llevaba un
vestido blanco largo, al estilo occidental, que más tarde cambió por el
tradicional qipao (旗袍).
Se
le vio muy contenta en la fiesta, sólo hubo dos momentos en donde rompió a
llorar, en la ceremonia del té, donde ella y su esposo agradecieron a sus
padres todo lo que les dieron, y al cantar una melodía que habla de los amores
que continúan, independientemente de la distancia o las circunstancias que los
separan.
Al interpretar, Liao
Mei nunca abrió los ojos para mirar a su esposo. Por la dulzura de su voz y algunas
gesticulaciones de dolor y nostalgia, supe que en realidad le cantó a su amado Liu
Song.