Todavía recuerdo
cuando una compañera de trabajo me dijo: “Pronto voy a casarme”. La felicité
con un abrazo y una sonrisa. “¿Por qué te emocionas así?”, me cuestionó. “Porque
me imagino que debes estar contenta y comparto esa felicidad contigo”. No me
respondió, pero por la cara que puso concluí que su boda no le entusiasmaba en
lo más mínimo. Llevaba pocos meses viviendo en China, me faltaban muchas cosas
por entender.
Con el tiempo y
gracias a mis amigos chinos, comencé a entender la forma en la que conciben el
matrimonio.
A diferencia de las
mujeres latinoamericanas que comúnmente asocian el matrimonio con el amor, las
chinas son más pragmáticas y lo ven como un requisito que hay que cumplir para
estar en paz con la sociedad y los padres, quienes les presionan para casarse una
vez que han concluido la universidad y encontrado un trabajo estable.
Un día, paseando por
el Templo del Cielo, uno de los lugares turísticos más emblemáticos de Beijing,
robaron mi atención unas hojas de papel colocadas encima de varias jardineras y
gente mirándolas con atención y conversando alrededor. Me acerqué curiosa. El
contenido de las hojas estaba en caracteres chinos, lo único que reconocía eran
números.
Mi amiga Ma Jiao me
explicó que en esas hojas los padres escriben información sobre sus hijos para intercambiarla
con otros padres, encontrar juntos al mejor candidato para sus “pequeños” y arreglarles
una cita a ciegas. Complexión física, edad, trabajo y salario eran algunos de
los datos que compartían.
No podía entender cómo
los padres chinos tenían que hacer por sus hijos algo que ellos deberían estar
disfrutando hacer por sí mismos. Pero con el tiempo entendí que los
progenitores chinos intervienen demasiado en la vida de los críos, al grado de
elegirles a la persona con la que pasarán el resto de sus días.
Dónde quedan entonces
el cortejo y el enamoramiento. De las mejores cosas que me han pasado en la
vida es enamorarme, sentir eso que muchos llaman “mariposas en el estómago”,
ese andar caminando en las nubes, con la cabeza perdida. ¿A quién no le gusta
sentirse deseado, correspondido, amado, elegido entre muchos?
Pero dejemos de lado
mi cursilería. ¿Dónde queda el derecho de los hijos a decidir su propio camino,
a elegir a su pareja, a equivocarse, a cometer errores y aprender de ellos?
En China, por lo que
he visto en cuatro años, este derecho no es tan importante como sí lo es el
agradecimiento, la obediencia y el respecto, que raya casi en la devoción, que
los hijos profesan a sus padres.
Por supuesto, este pensamiento chino no es
producto de la casualidad, les ha sido heredado desde hace mucho años a través del
confucianismo, filosofía que tenía como uno de sus principales pilares la
piedad filial, que consiste en honrar y venerar a los padres y brindarles una
vida cómoda.
Es así como los hijos
terminan prácticamente depositando su ser en las manos de quienes les dieron la
vida.
Que otros decidan por ti es bastante cómodo, pero tiene sus riesgos. Uno
de ellos es que los padres chinos les exigen a sus hijos actuar como adultos sin
dejar de tratarlos como niños, doble mensaje que termina por confundirlos, hacerlos
temerosos e incapaces de tomar decisiones.
Por ejemplo, a los
pequeños se les presiona como adultos para cumplir con las tareas escolares y
actividades extracurriculares, robándoles horas de juego y esparcimiento. Hay
pequeños que tienen horarios más duros que un oficinista.
A medida que se van
formando profesionalmente, los chinos crecen demasiado apegados al hogar,
sobreprotegidos, son niños jugando a ser adultos, tímidos, inseguros, inocentes
y hasta infantiles.
Recuerdo que el Día
Internacional de la Mujer felicité a mis amigas chinas. Nuevamente me
cuestionaron la felicitación y les dije: “Hoy es nuestro día”. Inmediatamente
me respondieron: “No, nosotras no somos mujeres, somos niñitas”. Y sí, la
mayoría de las veces así se comportan.
Lo triste es que a
estas “niñitas” de un día a otro se les exige convertirse en mujeres y madres. Una
vez que terminan la universidad tienen que competir con millones de egresados para
hacerse de un trabajo estable. Y una vez que lo han conseguido, viene la
presión de los padres para que encuentren pareja con miras al matrimonio,
incluso algunas terminan rentando novio en agencias que se anuncian por
Internet, para llevarlo ante los padres y calmar esa ansiedad por verlas casadas.
Lo mismo hacen los chicos.
En China, una mujer
debería estar casada y con hijo antes de los 30 años, de lo contrario la
sociedad comienza a considerarlas “sobrantes” (剩女en chino mandarín), y es difícil que puedan contraer matrimonio.
Cuando llegué a China,
muchas de mis amigas eran recién egresadas de la universidad, rondaban los veintiún
años, por lo que, en casi cuatro años, he visto como una a una comienzan a
casarse y embarazarse, aunque no es precisamente lo que deseaban para su vida.
Algunas de ellas me han
confesado: “Mis padres me piden que busque un novio
para casarme, pero yo no quiero, todavía estoy muy joven”. Y de estos casamientos bajo presión social tengo más de una historia
para compartir, pero eso será en otra entrada.
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